Ignacio Padilla ha sido becario de la Fundación Guggenheim y forma parte del Sistema Nacional de Creadores. Es miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua y catedrático en la Universidad Iberoamericana. Cortesía de Taurus, les compartimos el primer capítulo de su nuevo libro titulado El legado de los monstruos.
I.
Apoteosis del hombre que tuvo miedo
Quienes frecuentan el ciberespacio no ignoran la resonancia que en nuestra lengua ha tenido la divulgación de una escena tragicómica grabada en 2007 en las calles de Ciudad Juárez. En escasas semanas, el miedo de un hombre común medianamente alcoholizado en una de las urbes más peligrosas del orbe se convirtió en un giro idiomático globalmente recurrido. “Tengo miedo”, es lo único que repite hasta el absurdo Juan Pablo Carrasco frente a los gendarmes que intentan someterlo a un examen de alcoholemia. Grabado casualmente por el corresponsal de una gran televisora, el desplante de Carrasco adquirió enseguida la celebridad estratosférica que sólo pueden ofrecer los medios electrónicos, las redes sociales y las comunicaciones en línea. Al principio, los cibernautas habrían divulgado el video como lo que era: un relato entre hilarante y grotesco. En cuestión de días, empero, Carrasco y su letanía del miedo habían sido vistos por más de un millón de personas; un mes más tarde la frase había arraigado en el habla y la música populares, en las telenovelas continentales y hasta en la política del territorio que va de California a Patagonia. Desbordado por su popularidad, Carrasco —hoy conocido como El tengomiedo— ha concedido desde entonces infinidad de entrevistas y cría en la red un portal donde nos invita a reflexionar sobre los rostros del miedo mientras aprovecha para promover distintos objetos con la enseña que tan bruscamente lo extrajo del anonimato.
La historia de Carrasco sería anecdótica de no ser por lo inaudito y lo heterogéneo de su éxito. El video con su exabrupto ni siquiera alcanza a ser gracioso; no hay en él despliegues de talento, desenlaces inesperados, golpizas brutales, celebridades en trances comprometedores, en fin, nada de lo que habitualmente vigoriza el morbo colectivo. Bien mirado, lo que explica la resonancia del video es que da voz y rostro a una multitud amorfa que efectivamente tiene miedo y celebra no estar sola: una sociedad que se siente acaso tan ridícula como Carrasco e igualmente necesitada de exclamar hasta el cansancio, como en un mantra: tenemos miedo, tenemos mucho miedo.
Enunciar el miedo, acreditar sus articulaciones, mirarlo sin avergonzarse de él, gritarlo aun cuando eso nos haga parecer bobos o grotescos, repetirlo por cada una de las voces que ya no están entre nosotros: las mujeres que han muerto en la propia Ciudad Juárez, los civiles cercados en Afganistán, los pasajeros de aviones que invocan permanentemente el horror del 11/S, la gente común que ahora transita por sus ciudades mirando sobre el hombro, advertida de que en cualquier momento su cafetería preferida o el tren que lleva diez años conduciéndole al trabajo puede estallar, ya no por causa de un misil enviado desde miles de kilómetros de distancia sino porque el otro inmediato puede ser una bomba humana que no busca a nadie más que a nosotros para perpetrar una venganza acariciada desde hace cientos o miles de años.
Ω
Sería estupendo saber —o, por lo menos, seguir creyendo— que la felicidad o el amor nos impulsan desde que el mundo es mundo. Por desgracia, el sentido común y la experiencia histórica indican que no es así. De cara a acontecimientos recientes —en su pertinaz confirmación de horrores antiguos—, el pensamiento crítico ha tenido que renunciar a la idea misma del progreso y a la quimera de que al hombre lo mueven las ansias de un mundo mejor, libre y equitativo. Por eso hoy los desencantados historiadores vuelven a la defenestración de las buenas intenciones y del pensamiento utópico, y rastrean nuestro origen y nuestro rumbo en territorios más próximos al Tánatos que al Eros.
Escribe Sloterdijk en su estudio sobre la ira: “Aquel que se interese por el hombre como portador de impulsos afirmadores del yo y de orgullo debería decidirse por romper el sobrecargado nudo del erotismo”.1 Esto sirve para el reconocimiento tanto de nuestra idea de la ira cuanto de nuestra idea del temor. Desentenderse de los panegíricos del Eros para recordar que también el miedo suele abrir caminos a los hombres para afirmarse en lo que temen perder tanto como en lo que desean poseer. Negar el pánico o la ira, añade Sloterdijk, “hace incomprensible el comportamiento humano en ámbitos muy amplios, un resultado sorpresivo si se considera que sólo se podía conseguir a través de la ilustración psicológica. Cuando se ha impuesto esa ignorancia, se deja de comprender a los hombres en situaciones de lucha”.2
La lección del pensador alemán sobre la centralidad de la ira ha sido bien aprendida. De un tiempo acá, los analistas del presente han optado por historiar ya no hechos sino emociones. Los resultados, hay que decirlo, son tan reveladores como desesperanzadores: alguno ha ensayado cierta historia de la felicidad para constatar que dicha emoción, de serlo, dista mucho de ser la fuerza que nos mueve; otros han acabado por descastar la idea de que el amor, primero, y el deseo, después, son el eje de nuestras acciones y nuestras reflexiones, como no sea a través de su constante oposición al miedo y la ira. Hoy la idea de las emociones más o menos positivas como catalizador histórico, tan próspera en tiempos de Danton, disuena con el ansioso mundo de la Caída del Muro de Berlín3 y del 11/S. No es sorpresa que se vuelva la vista hacia la tensión entre el deseo y emociones más acres como posible propulsora de la existencia. Heráclito y Nietzsche, invocados por los nuevos exegetas del conflicto como el motor de la Historia, vuelven a ser los más convincentes iluminadores de la ultramodernidad.
No es que la especie humana haya cambiado; es sólo que ahora ha quedado más claro que leer la Historia a través del miedo, el dolor, el interés y la ira es infinitamente más iluminador que hacerlo desde perspectivas en apariencia más felices. La solidaridad y el altruismo fueron en el siglo xx más invocados que experimentados; el desprestigio de tales emociones va aparejado con el simple hecho de que los hombres las hayamos pretextado para la erección de utopías que se alzaron con sangre y se derrumbaron pronto para dejar en carne viva la faz de una civilización distópica fundada en la ira, el odio y una vindicativa obsesión por la pureza.
Por primera vez una generación bautiza su siglo cuando éste apenas comienza: el nuestro, aseveramos con triste apresuramiento, es ya el Siglo del Terror. Quizás habría que matizar este fatal epíteto recordando que, en realidad, todo siglo ha sido un siglo de conflictos aterradores, de pugnas enclavadas en la dialéctica entre el dolor y la satisfacción, entre el horror al dolor y el deseo de satisfacción. Hoy sabemos que la mejor manera de entender los estragos del fracaso de las utopías socialistas y la omnipotencia del neoliberalismo cínico depende de que sepamos olvidar a Rousseau y Fourier para volver a Hobbes y Locke. El desciframiento de la espiritualidad fanática y asesina de nuestro ahora se entiende menos con los Evangelios que con las intuiciones de Durkheim, quien propuso que todo pensamiento religioso se origina en el miedo. Así como hoy se excava en la estética historiando la fealdad, procuramos desmontar la maquinaria del terrorismo desenterrando a los clásicos que, en la turbamulta de la Guerra Fría, escribieron Hannah Arendt, Michel Foucault y Primo Levi, exegetas del horror como vía segura para comprendernos. Devotos o escépticos, mansos o violentos, no podemos soslayar que con el miedo —y sus parientes— se escribe el libreto de nuestro accidentado diálogo con Dios y con el resto de sus criaturas.
“Los nuestros vuelven a ser tiempos de miedo”,4 clama Zygmunt Bauman escandalizado ante el supuesto auge de alertas globales así como ante el creciente consumo de productos contra el miedo en las primicias del siglo xxi. Presiento que al pensador polaco lo ciega una suerte de nostalgia manriqueña: siempre, en tiempos de miedo, se piensa que antes se temía menos. ¿En verdad debemos leer el nuevo epíteto de nuestro siglo como signo de un incremento sustancial del horror? ¿Se debe el Siglo del Terror a la memoria magnificada del atroz siglo que lo precedió, o es sólo una percepción nutrida por las revoluciones de la comunicación?5 Creo que este renovado protagonismo del horror en Occidente es, más que nada, producto de una cierta maduración social catapultada por experiencias recientes y la sobreinformación. En la desazón de Bauman se encierra sencillamente la divulgación de la universalidad y la longevidad de nuestro miedo. La alarma de hoy es sólo un subproducto de la adquisición de un sentido profundo de realidad alimentado por las sangrías del mesianismo moderno y por el desprestigio del utopismo. La verdad es que se trata de la misma conciencia de siempre. Tratamos aquí del mismo reconocimiento con que Joseph Conrad fundó el siglo xx a través de un solo, contundente clamor: “¡El horror, el horror!”