Este 2014 se celebraron los 100 años del nacimiento de Julio Cortázar y, a su vez, se cumplieron 55 de la publicación de Las armas secretas (1959). En esta pequeña colección se esconde uno de los relatos más perturbadores que las letras hispánicas han visto: “Las babas del diablo”. Sus efectos, todavía patentes en muchos de nosotros, pululan desde la ligera pesadilla hasta la obsesión mordaz, gélida, cuyo origen descansa en lo que se escapa a nuestra mirada al abrazar eso que llamamos lo real. Roberto Michel, traductor y fotógrafo franco-chileno, decide tomar un pequeño paseo dominical por París. En él encuentra una escena que le intriga por inusual y fascinante: una mujer rubia seduce a un adolescente que, a su vez, hace de sí una caricatura involuntaria de su propia visión de la hombría. Ante dicha imagen, todavía fuera de los límites del encuadre fotográfico, Michel es incapaz de resistir hacer eso que hacen los fotógrafos y los cazadores ante una presa tan seductora como vulnerable: disparar. Su proceder no pasa desapercibido por los actantes de la escena: la mujer, el niño y un hombre encerrado en un automóvil, cuya presencia Michel apenas había advertido. El chico aprovecha la intromisión para huir aterrado. La mujer permanece ahí, insultando al desdichado fotógrafo que termina por escapar como apenas hizo el niño. Días más tarde, mientras Michel se encarga de hacer una traducción, la fotografía que ha ampliado y colocado en la pared de su cuarto cobra vida: en una narración que recuerda a aquellas vertidas por los primeros espectadores del cinematógrafo, Michel nos muestra una verdad que en ese momento aflora y que no fue capaz de mirar al capturar la imagen: el factor primordial de ese orden era el hombre inadvertido y las redes de su negro deseo.
“Las babas del diablo” ha desembocado en rigurosos análisis literarios y en una reescritura hecha por Michelangelo Antonioni y Tonino Guerra para la filmación de Blow-Up (1966). No es para menos: es un relato formalmente complejo que, sin pecar de pedantería, urde una trama en la que quedamos atrapados como atrapadas quedan las moscas justo antes de convertirse en alimento para las arañas. Las implicaciones de esto debe descubrirlas usted y sólo usted. Léalo. Ahí está la clave de todo: lo que el relato pone sobre la mesa es precisamente eso que escapa cuando creemos estar frente a la verdad, cuando lo que miramos está sujeto al abismo y la indeterminación de nuestro lugar en el mundo: nuestro deseo, la imperfección de nuestra mirada. El ojo es tanto un órgano destructible como el depositario de nuestra ruina; la realidad es desconfiable, pues desconfiables son las tenazas que nos fueron dadas para atraparla.
El genio de Cortázar reside en haber sabido construir, tal vez sin saberlo, una narración que funciona ella misma como un manifiesto sobre la escritura y la imagen, sobre el trabajo cuentístico: esa descomposición del sujeto que enuncia lo que está por narrarse, ese Yo indeterminable en la voz narrativa del relato, está en conexión íntima con el trastocarse, con la desfiguración de la imagen ante Michel. Fue en 1970 cuando se publicó una conferencia que Cortázar dio en La Habana y cuya meta era la búsqueda de un rasgo esencial a todo cuento. Mientras el cine y la novela, dice, son de orden abierto y su objetivo es el agotamiento de la materia que se fabula, el cuento y la fotografía se rigen bajo la noción de límite, conceptual y físico, cuya presencia debe ser capaz de catapultar en el lector/espectador una red de temas aledaños al primordial sin desplegarlos explícitamente.
El marco que encierre cualquier imagen que presenciemos, ese límite que ponga de manifiesto las relaciones entre lo que se ve y lo que no, es el mismo que en “Las babas del diablo” ha comenzado a desdibujarse para gestar la intromisión de lo que de continuo procuramos no ver: lo real, el material mismo del que se componen nuestras pesadillas.
La importancia de volver a leer un relato como “Las babas del diablo” es la misma que posee el necesario reposicionamiento de la mirada: hoy es especialmente difícil mirar sin caer en un régimen que nos lleve a la fría indiferencia o a la indignación histriónica. Cortázar nos muestra que hay un innegable punto de convergencia entre la figuración estética y las coordenadas éticas que ésta necesariamente implica. He ahí el engranaje del hombre con lo real: eso que se escapa puede volver sin aviso para llevar a la inevitable locura, o bien, a la toma de posición, al alarido del testimonio.
Armando Navarro
@armandfarabeuf