Por Armando Navarro

Todavía no estoy seguro de lo que ocurre, señor. Puedo iniciar diciéndole que me llamo Armando y que hacía casi un año que iba a psicoanálisis. Llegué porque mi novia, Teresa, me pidió un compromiso serio, una proyección segura de vida y, a pesar de amarla, de quererla en serio, comencé a sufrir ataques de ansiedad.

Durante mis sesiones, todas, no pude decir nada. Así es, señor, estuve pagando novecientos pesos la hora (porque Urtusástegui es uno de los más aplaudidos de su comunidad) para sentarme frente a un hombre frío, viejo, barbón, rodeado de libros, sin contarle nada de mi vida. Sólo mencioné el nombre de Teresa un par de veces y cuánto la quería unas tres.

Antes de llegar por primera vez a consulta, imaginaba a Urtusástegui como un fumador de pipa. Tal vez gordo o flaco, afeitado o desaliñado, pero con pipa, señor, con pipa, y resultó que no había pipa sino un puro. Un puro grueso, grande, oloroso y feo que Urtusástegui fumaba sin parar. La tercera sesión con mi analista terminó como las anteriores y las siguientes: después de una hora de silencio extendió su mano blanca, arrugada y fea (¡fea, señor, fea!) y le pagué. Conduje a mi apartamento y al llegar pensé fumar un poco y ver una película o escuchar música, porque cuando uno fuma se pone más sensible y todo pasa mejor.

Entré a mi recámara y sobre la cama, con mis sandalias puestas, fumando, estaba el horrible Urtusástegui, señor. Quise gritar, darle cachetadas, golpearlo hasta que se fuera, hablarle de lo malo que era su comportamiento, pero no pude. No pude, señor policía, y me senté a ver cómo fumando veía mis películas. Los siguientes días de sesión fueron lo mismo: Silencio, huída y Urtusástegui abriendo el cajón de mis calzones, probándose los rojos, los azules, los negros y reclamando que deberías ordenar tu ropa por color, Armando, pues habla muy mal de un hombre que no sea organizado.

Durante la consulta siempre quise reclamárselo: es de muy mala educación entrar a la casa de otro sin permiso, fumarse su pipa, probarse sus calzones, tirar al suelo los cubiertos limpios de la cocina, leer sus libros y hacerle el amor a su novia. Y no fui capaz una sola vez de decírselo: tanto en el consultorio como en mi casa, sólo me sentaba a verlo y a recibir sus reclamaciones, a veces de sus labios y otras sólo de sus ojos y su puro feo.

Cuando encontraba a Teresa y Urtusástegui haciendo el amor sobre mi cama, él con su puro y mis calzones sobre sus rodillas, ella con un anillo de compromiso que no sé de dónde demonios sacó, sólo podía sentarme frente a ellos para esperar a que terminaran y enseñarle a ella mi nuevo libro de monstruos. Ella siempre se venía con él: gemía gemía gemían y eyaculaban y se separaban y me veían y reían y yo no podía contenerme y corría hacia la sala y me echaba a llorar hasta quedarme dormido, señor.

Una vez Urtusástegui, en el consultorio, me preguntó si no le diría nada como de costumbre. Asomó una sonrisa ligera en su hocico blanco y en sus ojos pintó otra vez su risa y sus cejas fueron de arriba abajo en un movimiento interminable hasta que el reloj lo detuvo y tuve que irme. Irme muy rápido para ver bien cómo se cogía a mi novia. Esa tarde los encontré comiendo sobre mi mesa, escuchando mi música, amándose, haciendo literatura pobre y lamentablemente sincera, señor. Teresa ya no me quería porque prefería la barba gruesa y abundante de Urtusástegui sobre su cuello, y no la mía delgada y poca al hacerle el amor.

Pasó una semana y, antes de irme al consultorio, tomé el cuchillo que Teresa usaba para rebanar mi carne de res cuando quería cocinarme. Cocinar la carne, señor, de res, porque Teresa es una buena mujer que me cocina cuando tengo hambre o cuando estoy triste. Justo antes de que terminara la hora, saqué el cuchillo de mi saco y me abalancé sobre él. Se trataba de un hombre fuerte y no permitió que el filo le cortara la piel. Con el peso de su cuerpo me arrojó sobre el librero. Los libros cayeron y nos revolcamos sobre el suelo y bajo Freud y Lacan y Klein y los sueños y el toro y las formas sexuales de rebelión. Él era un hombre fuerte que sabía cómo defenderse y proteger lo suyo. Siempre en silencio porque nunca había hablado durante la consulta y porque nunca pude saber quién era. Y por eso me quitaron la licencia, señor, porque cuando un analista mata a sus pacientes es de muy mala educación.

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Armando Navarro (Zacatecas, 1989) Licenciado en Letras Iberoamericanas por la Universidad del Claustro de Sor Juana. Director de montajitos como los de Marker o Godard, pero más acá. Actualmente se somete a psicoanálisis para curar sus tics nerviosos. Este relato fue escrito en diciembre de 2011.

Twitter: @armandfarabeuf

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Fundé Sopitas como hobby y terminó siendo el trabajo de mis sueños. Emprendedor, amante de la música, los deportes, la comida y tecnología. También comparto rolas, noticias y chisma en programas...

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