Con motivo de los 15 años de la muerte de Stanley Kubrick, nuestro lector Armando Navarro nos envió el siguiente texto sobre su relación con la obra del cineasta. Armando es Licenciado en Letras Iberoamericanas por la Universidad del Claustro de Sor Juana. En mayo y junio de 2014 impartirá un seminario sobre Stanley Kubrick por parte de 17, Instituto de Estudios Críticos.
Conocí a Stanley Kubrick cuando él ya había muerto. Fue en 2001, cuando yo tenía once años, que mi padre llegó a casa con uno de los primeros DVDs que compró en su vida: Naranja Mecánica. Bajo la portada incomprensible se escondía una obra que, según papá, había causado problemas desde su aparición. Cuando le pregunté por qué, sonrió. Por violenta, me dijo. No sé qué fue lo que llevó a mi padre a poner semejante película a un niño de once años, pero lo agradezco: como muchos otros, sufrí un quiebre irrenunciable cuando vi esas imágenes. Algo se rompió y algo en el fondo todavía reclama una pérdida de la que no me he recuperado.
Hoy se cumplen quince años de la muerte de Stanley Kubrick y, debemos reconocer, las cosas no han sido fáciles desde entonces. Para muchos, su fallecimiento fue la oportunidad perfecta de hacer dinero: se rodaron y vendieron documentales sobre su obra y su imagen que, vale la pena mencionar, todavía padece la distorsión que de ella hizo la prensa en aras de vender unos cuantos periódicos. Se habla aún, las más de las veces y en muchos lugares, de un cierto tipo de crueldad en su trato que parece haber sido solamente posible en él. A la par, esa época que él deseaba obsesivamente encuadrar en su obra ha tomado dimensiones tan frías como descomunales: si el motivo más recurrente en el trabajo de Kubrick es la guerra, entre naciones, sexos, estaciones espaciales, la forma de concebir hoy la guerra que nos habita confirma, en más de una ocasión, que nuestra mirada ya no puede ofrecer mucho ante el dolor y la hecatombe que se gesta día con día entre nosotros, en todo el mundo.
Confieso que desde ese primer contacto con su trabajo he dedicado largas y obsesivas horas a mirar cada una de sus películas. Mis años adolescentes fueron vivibles gracias a él. Me descubro, desde entonces, refugiándome en su terrible mirada durante mis días más vulnerables. Así, cuando camino por la ciudad y veo que en alguna estación de metro un vagabundo es acosado por una sarta de policías; cuando miro las imágenes de los cuerpos colgados en las avenidas y reflexiono sobre el empuje de su autor, loco y dipsómano; cuando me doy cuenta de que el avance tecnológico y la proliferación de la ciencia aparentemente derriban la cualidad siniestra del espacio exterior; cuando me veo amenazado por un otro imaginario que pretende quitarme a mi mujer; cuando me quedo solo; siempre vuelvo a Kubrick.
Es por ello que no veo, en la paranoia interpretativa que su trabajo ha desatado, teorías conspiracionistas fantasiosas que desembocan en una inevitable pérdida de tiempo. Veo en la búsqueda casi arqueológica de Rob Ager, Laurent Vachaud, Geoffrey Cocks o Michel Ciment, la concreción de una máxima kubrickiana: “El hecho más terrible sobre el universo no está en su hostilidad, sino en su indiferencia; pero si podemos llegar a un acuerdo con esta indiferencia y aceptar los retos de la vida dentro de los límites de la muerte, nuestra existencia como especie puede adquirir genuino significado y consumación. A pesar de esa profunda oscuridad, debemos proveer nuestra propia luz.”
Asegurar, por ejemplo, que en El resplandor subyace una compleja tesis sobre el Holocausto o el incesto; que la orgía presenciada por Bill Harford en Ojos bien cerrados es, más que una encarnación de la frialdad perversa, la concreción de la promesa nazi del doctor Strangelove; que hay un motivo que se llama MK Ultra gestándose desde 2001: una odisea en el espacio y que culmina con el llamado a la fornicación que hace Alice a su marido después de perdonarle, de perdonarse a sí los efectos devastadores de la fantasía. No es todo esto sino una tentativa de cumplir el llamado, la encomienda Kubrick: proveer nuestra propia luz.
Estoy convencido de que muchos espectadores, como yo, se han abandonado a la idea de que Kubrick es una inagotable fuente de verdad, fuente cuya belleza radica en que sólo plantea un dispositivo que nos obliga a hablar, a no quedarnos callados ante lo que acabamos de ver. A decir una verdad que tal vez no sea la de otro, la de Kubrick mismo, pero que se ha engendrado genuinamente desde nosotros. Ese dispositivo es, como Buñuel y Hitchcock sabían muy bien, el más privilegiado en el arte cinematográfico: el que se fundamenta en el misterio, la incertidumbre. A propósito del hueco, del vacío de significado concreto en la obra de Stanley Kubrick, Alexander Walker dice, refiriéndose a La Naranja Mecánica que “La mirada glacial de Alex […] sostiene inflexiblemente el objetivo mientras la cámara comienza a retirarse, como una cortesana que teme darse la vuelta antes de que su amo y señor esté fuera de la vista.” Frente a ese joven que mira, que más tarde habremos de descubrir como un borracho de violencia, de belleza cruel, de vida, nos sabemos completamente vulnerables. Ante el pavor de su mirada debemos, casi por obligación o por sometimiento, imaginar un sentido, inventar la significación de esa escena que desde su composición más íntima guarda un permanente misterio del que nunca podremos salir intactos.
Kubrick murió hace quince años. No puedo dejar de pensar que entre el estreno de Cara de guerra y el de Ojos bien cerrados, sus últimas dos películas, hay un lapso de doce años. Si Kubrick siguiera vivo tal vez hoy estaríamos esperando su filme octogenario. En más de una ocasión mis amigos y yo nos hemos puesto a pensar en esa película que no podrá ser ya nunca más. Más que un acto ocioso por imposible, el hecho me parece una conmovedora demostración de nuestro desvalimiento ante la realidad: nos hace falta Kubrick porque nos faltan voces que nos hablen, nos dirijan la mirada y, en ocasiones contadas pero cada vez más necesarias, nos regalen consuelo. La paranoia como la conozco la obtuve de él; mi cinismo no es otro que el que descubrí en él; la forma de mi mirada, mi risa, mi padecer, me la regaló él. Es por ello que soy, como muchos, capaz de sostener eso que se derrumba cada vez más fácilmente en nuestros días: la voluntad. La obra de Kubrick, por inagotable, puede todavía darnos luz. Tal vez conforme pase el tiempo su trabajo nos diga todavía más de lo que pensamos. Tal vez nos ayude a entender un poco mejor.
@ArmandFarabeuf
armandfarabeuf.tumblr.com