The Grand Budapest Hotel, la nueva película del consagrado Wes Anderson, ya llegó a los cines comerciales y solo se me ocurren cinco palabras para describirla: un colorido y extravagante viaje.
Se apaga la luz y el proyector comienza a dibujar en pantalla todo lo que esperábamos al entrar a la sala: un universo lleno de vibrantes colores, decoraciones imposibles, música tan juguetona como conmovedora y diálogos tan inverosímiles como divertidos. En otras palabras, una película de Wes Anderson.
La historia comienza con una chica leyendo un libro que cuenta la historia de un escritor en un hotel cuyo dueño le cuenta la historia de cómo llegó a hacerse de él y por supuesto, también aquella otra sobre un gran concierge que heredó un gran cuadro renacentista. Amor, aventura, suspenso y crítica política se mueven como el carro de una enredada montaña rusa en un argumento que pronto toma un excelente ritmo, gracias a la edición de Barney Pilling (Never Let Me Go).
Anderson tomó toda clase de precauciones a la hora de crear los fantásticos escenarios en los que la acción se desarrolla. El Gran Hotel Budapest juega un papel fundamental y sirve como eje narrativo, cobrando la fuerza de un personaje más entre todos los que intervienen en esta aventura. Se trata de un singular edificio que atraviesa décadas, pasando por épocas de esplendor y decadencia.
Para lograr un espacio único y vivo que expresara la esencia de la más recóndita y cosmopolita Europa Oriental, Anderson y su equipo realizaron excursiones por Polonia, Rusia, el Este de Alemania y demás, recolectando cada detalle y tomando nota de cada costumbre. Doblando la geografía, este mundo termina ubicándose en algún lugar transalpino y voilà, el universo se resume en un punto. El viaje no sólo fue en el espacio, sino también en el tiempo: a través del inconfundible filtro de Anderson, es posible respirar la génesis de una ultraderecha ridícula e intolerante que cobró poder en los primeros años del siglo XX.
La paleta de personajes da cuenta de la influencia francesa, eslava y germánica de las obras de Stefan Zweig, autor que sirvió de inspiración para Wes Anderson a la hora de hacer el guión. Ralph Fiennes, Adrien Brody, Willem Dafoe, Jeff Goldblum, Jude Law, Bill Murray, Edward Norton, Saoirse Ronan, Jason Schwartzman, Tilda Swinton, Tom Wilkinson y Owen Wilson, entre otros, conforman un elenco que calza en este universo gracias a la magia de la ganadora del Oscar Milena Canonero (The Shining, A Clock Work Orange, The Godfather) en el diseño de vestuario, y Frances Hannon al cuidado del maquillaje y los extravagantes peinados.
Destacan Ralph Finnes, brillante en un complicado papel que, no por caricaturesco, deja de estar lleno de detalles a veces contradictorios, y Tony Revolori en un excelente primer protagónico. Saoirse Ronan resulta mucho menos fuerte de lo esperado, debilitando de manera lamentable algunos elementos de la cara romántica del filme.
Con todo, el peso de los aciertos de la cinta supera con creces el de sus fallas. No por nada esta es la película mejor vendida en la trayectoria del director. Anderson se siente más seguro que nunca en la silla del director y maneja a un nutrido elenco con maestría. Por supuesto, no está solo: la música de Alexandre Desplat, que se mueve en vaivenes entre valses, polkas y vertiginosos juegos de cuerdas llena de vida al filme. El elemento de unidad visual está a cargo del fiel compañero de Wes, el gran cinematógrafo Robert D. Yeoman, quien juega con distintos formatos de pantalla para caracterizar cada época. Annie Atkins (The Tudors) está a la cabeza del diseño gráfico y de arte, un puesto nada sencillo cuando del universo Anderson se trata. Billetes, documentos de toda clase, decoraciones extravagantes y el diseño de la caja de la repostería Mendl’s, que con seguridad se convertirá en ícono del filme, corrieron a su cargo.
The Grand Budapest Hotel brilla con fuerza, pero no ofrece novedad alguna para aquellos que esperaban un giro en la obra del director. Su valor consiste, más bien, en el refinamiento de su estilo y, por supuesto, en la gran crítica a la intolerancia de los migrantes en Occidente. Zero Mustfa, uno de los protagonistas, es un chico de medio oriente refugiado en Europa por una guerra que parece seguirle el paso. El director pone su sello personal a una historia en la que transforma a los niños en adultos y a los adultos en niños.
Con homenajes al expresionismo alemán y al impresionismo del siglo XXI, comedia extravagante, absurdos propios del mejor cine clásico de clown y un gran sabor a pastel (mucho pastel), The Grand Budapest Hotel te hará querer chupar la pantalla y reír a carcajadas.